Código de Comercio Español - Libro IV - De las Quiebras - Título Final - De la Observancia de este Código

Artículo Final. El presente Código comenzará a regir desde el 1.° de enero de 1867, y en esa fecha quedarán derogadas, aun en la parte que no fueren contrarias a él, las leyes preexistentes sobre todas las materias que en él se tratan, en cuanto puedan afectar los asuntos mercantiles.

FIN DEL CÓDIGO DE COMERCIO

Y por cuanto, oído el Consejo de Estado, he tenido a bien sancionarlo; por tanto, promúlguese y llévese a efecto en todas sus partes como ley de la República.– José Joaquín Pérez.– Federico Errázuriz.

CÓDIGO DE COMERCIO
(Modificado por la ley 19.755 de fecha 27.SEP.2001) 
MENSAJE DEL EJECUTIVO
Conciudadanos del Senado y de la Cámara de Diputados:

La codificación de nuestras leyes en general ha sido mucho antes de ahora una necesidad sentida por todos, reconocida por los hombres de ciencia, y debidamente estimada por los Gobiernos que sucesivamente han regido los destinos de la República; mas esta necesidad se ha manifestado con el carácter de imperiosa y apremiante respecto de la legislación mercantil, que nos pone en inmediato contacto con las diversas naciones del globo que buscan en nuestro suelo los beneficios del cambio de los respectivos productos.

Durante la época media entre la conquista y la creación del consulado de esta capital, nuestra legislación mercantil se reducía a las disposiciones dispersas de la Recopilación de Indias, Recopilación Castellana, Partidas y demás cuerpos legales de nuestra antigua metrópoli; pero las leyes mercantiles, confundidas con las civiles y perdidas en el gran cúmulo que éstas formaban en esas compilaciones, estaban muy lejos de armonizar con los principios que ha proclamado la República en su gloriosa emancipación, de satisfacer las nuevas y crecientes necesidades de nuestra vida social, y mucho menos de favorecer los intereses que debíamos promover, para ocupar un puesto honroso entre las naciones civilizadas.


La Recopilación Indiana, aunque contenía un gran número de disposiciones más o menos conexas con la legislación mercantil, no era un verdadero Código de Comercio en el sentido específico de esta palabra: era, propiamente hablando, una recopilación de preceptos de administración y policía mercantil. Ella no calificó la personalidad jurídica del comerciante; olvidó completamente todo lo relativo a las funciones de los agentes auxiliares; omitió determinar la naturaleza y efectos de los contratos terrestres y marítimos; reglamentó con la más prolija minuciosidad el comercio restringido, tan justamente llamado de privilegio y monopolio; y una compilación, tan deficiente en su fondo como imperfecta en su forma, ni podía satisfacer las legítimas aspiraciones del comercio, siempre ávido de libertad y franquicias, ni merecer con justicia el nombre y honores de un verdadero Código mercantil. Tal era la importancia real de esa legislación que debía ser preferentemente aplicada en las colonias españolas.

La Recopilación Castellana, las Partidas y demás códigos españoles, destinados a suplir la deficiencia de las leyes de Indias, contenían muchas disposiciones dispersas y algunos títulos enteros sobre materias comerciales, mas no formando estos verdaderos fragmentos un cuerpo de doctrinas coherentes, apenas bastaban para resolver ciertos y determinados casos entre los varios e innumerables que ocurren en la vida práctica del comercio. En vano buscaríamos en el conjunto de esos títulos y disposiciones unidad de plan, la exposición clara y metódica de los principios generadores, ni la deducción lógica de sus primeras consecuencias, porque a la vez faltan en él todas esas calidades que tanto realzan los trabajos de la ciencia; y por más que pesen sobre nuestro juicio las recomendaciones seculares con que han llegado hasta nosotros esos códigos supletorios, preciso es confesar que las leyes mercantiles compiladas en ellos eran insuficientes para satisfacer las necesidades creadas por el tiempo y la civilización progresiva de los mismos pueblos para quienes fueron dictadas.

Volviendo la vista a la Recopilación de Indias, preciso es recordar que tan palmarios eran los defectos de esa compilación, que reconociéndolos el gobierno español, hizo un ensayo general y otro especial en la segunda mitad del siglo anterior para mejorarla y ponerla de acuerdo con las exigencias del tiempo y de la civilización que habían alcanzado sus colonias.

El primero fue el trabajo de un cuerpo de leyes que debía sustituir a la Recopilación de Indias, y llevar el nombre, hoy puramente histórico, de Código Carolino. Aunque acabado a principios de este siglo, ese código no llegó a ser promulgado: fue una esperanza frustrada para las colonias; y apenas prestó el anómalo servicio de suministrar disposiciones para la resolución de algunas cuestiones y consultas.

El segundo fue el ponderado reglamento de libre comercio, publicado el 12 de octubre de 1778. Este reglamento desmintió su título, pues la libertad que otorgó al comercio fue la exención del pesado yugo del privilegio y monopolio. Sus más prominentes disposiciones se limitaban a fijar las condiciones de las naves y tripulaciones destinadas al tráfico colonial; a permitir el acceso a ciertos puertos en la península y sus colonias, a suprimir algunos derechos y gravámenes que oprimían al comercio y a establecer reglas de administración rentística y de policía mercantil; mas no habiendo suprimido las trabas que impedían el libre movimiento de la industria comercial, ni introducido los principios a que debe ajustarse la contratación terrestre y marítima, no alivió la afligente situación del comercio, ni realizó mejora alguna en la legislación mercantil propiamente dicha.

La cédula de 26 de febrero de 1795, que estableció el consulado de Santiago, introdujo también al país la Ordenanza de Bilbao, tan justamente celebrada en las naciones más cultas de Europa. Su promulgación en el año de 1737 importó un grande y positivo progreso en la legislación mercantil de la metrópoli y su adopción en la colonia fue considerada como el más favorable presagio de una era de ventura para el interés de nuestro comercio. Ella sometió a reglas fijas la marcha de las limitadas operaciones mercantiles a que estaba reducido nuestro tráfico; dio sólidas garantías a la buena fe y al crédito, imponiendo al comerciante la obligación de llevar una contabilidad regular; sirvió de norma a nuestros tribunales consulares para decidir justa y equitativamente las cuestiones ocurrentes entre comerciantes; y el país no pudo negar el merecido aplauso a un código que lo había libertado del caos de la Recopilación Indiana, y proporcionándole tan importantes beneficios.

Pero el prestigio que se había captado la Ordenanza en los quince años que mediaron entre la erección del consulado y nuestra memorable revolución, principió a decaer gradualmente, y a medida que él decrecía se despertaba en todos el deseo legítimo de una legislación más amplia y comprensiva.

Las luces que proporciona la libertad de examen descubrieron en la Ordenanza defectos que antes no se habían notado en ella, merced al favor con que había sido aceptada, y el estudio comparativo e imparcial de sus disposiciones con las que contienen los Códigos de Comercio que han visto la luz pública en el primer tercio de este siglo, vino a comprobar la efectividad de esa idea y a legitimar la tendencia del comercio hacia la codificación de nuestra legislación mercantil.

Para manifestar la exactitud de los conceptos que se acaban de expresar, y sin pretender hacer la crítica de un código que debe venerarse como un monumento que marca en la historia del comercio una época de verdadero progreso, echaremos una rápida ojeada sobre el campo que abraza nuestra Ordenanza.

Los ocho primeros capítulos de los veintinueve que componen ese código son de todo punto inútiles, porque las disposiciones que contienen perdieron su vigor e importancia desde que la cédula eleccional de preferente aplicación las reprodujo con cortas diferencias. Otro tanto debemos decir de los cinco últimos capítulos, puesto que sus preceptos, puramente locales, sólo pueden ser aplicados al régimen del puerto y río de Bilbao.

Los dieciséis capítulos restantes reglamentan varios contratos terrestres y marítimos, y determinan las funciones de algunos de los agentes auxiliares. La justicia y equidad de las reglas establecidas en esos capítulos para el gobierno de la contratación mercantil, han hecho olvidar el casuitismo de la redacción de nuestra Ordenanza, y son las que, sin duda, constituyen su mérito real y reconocido. A pesar de esto, echamos de menos en esa parte de la Ordenanza algunas materias importantes del comercio terrestre y marítimo; notamos en algunos de sus capítulos omisiones de detalles necesarios, y resoluciones de todo punto inadmisibles en el actual estado de la ciencia; y en vista de todo esto, no debe sorprendernos el que el país aspirara a obtener un código más completo, más adecuado a las costumbres generales del comercio y más conforme con las luces del día.

Los gobiernos patrios que dirigieron nuestros primeros pasos en el sendero de la libertad, comprendieron muy temprano los deseos del país; pero empeñados en la lucha de la independencia, y consagrados al cumplimiento de los altos deberes que ella les imponía, no pudieron dispensar a la codificación mercantil toda la atención que ella demandaba para mejorar la deplorable condición de nuestro comercio. Sin embargo, de esto debemos un eterno recuerdo de gratitud al acendrado patriotismo de los prohombres de nuestra revolución que el 21 de febrero de 1811 permitieron "el comercio con las naciones amigas o neutrales", y que en 1813 promulgaron el reglamento de "apertura y fomento del comercio y navegación", estableciendo nuestras relaciones comerciales sobre la doble base de la libertad y reciprocidad.

La satisfacción de tan justos deseos estaba reservada a otra época y a otros hombres. Para emprender con fruto la grande obra de la codificación, era menester gozar plenamente de los beneficios de la paz, completar nuestra organización política, poner a la República en la vía del progreso intelectual, dotándola de todas las instituciones que lo favorecen y estimulan, y acumular pacientemente los conocimientos indispensables para realizar aquella obra con el acierto debido, y la reunión de estas condiciones, ni era asequible a los hombres que corrían los azares de la guerra de nuestra emancipación, ni podía esperarse sino de la lenta y poderosa acción del tiempo y de la gradual difusión de las luces.

La ley de 14 de septiembre de 1852 vino a anunciarnos a la vez el advenimiento de tan deseada época y la firme resolución de acometer con ardor la codificación de nuestras leyes en las diversas esferas que abrazan. Ella autorizó al Presidente de la República para encomendar la preparación de proyectos para la reforma de nuestros códigos; y en uso de la autorización se encargó la redacción del relativo al Código de Comercio a un laborioso y distinguido jurisconsulto, que se ha ocupado asiduamente de ella por espacio de algunos años. Esa misma ley ordenó que, concluido cada proyecto y revisado por una comisión especial, se sometiera a la aprobación del Congreso; y cumpliendo con este deber, tengo la satisfacción de presentaros el adjunto Proyecto, tal como ha quedado después de las prolijas revisiones que de él se han hecho. Paso ahora a daros cuenta de las nuevas instituciones introducidas en nuestra legislación comercial y de las reformas que en ellas se han realizado.

Bajo el epígrafe Disposiciones generales se han establecido ciertas reglas que dominan todas las materias del Código y que no era posible consignar en ninguno de los títulos que lo componen, sin alterar el sistema y método de su redacción. Algunas de estas reglas determinan los límites del imperio del Código, y autorizan la aplicación de la ley común y de la costumbre en los casos en que la primera se encuentre deficiente. Los numerosos requisitos que la costumbre debe tener para asumir el carácter de ley supletoria, y la naturaleza de la prueba con que debe ser acreditada en juicio, remueven los inconvenientes de la incertidumbre y vacilación de la ley no escrita, y nos permiten mirar sin recelo la libertad en que queda el comercio para introducir nuevos usos dentro del círculo de lo honesto y lo lícito.

Entre las disposiciones generales se encuentra también la que trata de los actos de comercio que, a más de constituir la materia especial del Código, ofrecen la base más amplia y segura de la jurisdicción mercantil; y mediante la colocación que se les ha dado, se ha evitado la justa crítica dirigida a los códigos que se han reservado la importante noción de estos actos para la ley que reglamenta la competencia de los juzgados de comercio. El Proyecto ha huido del peligro de las definiciones puramente teóricas, y en vez de definir los actos de comercio, los ha descrito prácticamente, enumerándolos con el debido orden, precisión y claridad.

El Libro I del Proyecto trata de los comerciantes y de los agentes auxiliares del comercio.

En el Título I se define con precisión la persona a quien la ley atribuye la calidad de comerciante. Se determinan del mismo modo las condiciones que habilitan a los menores de edad y a las mujeres casadas para comerciar; se detallan los derechos especiales que confiere a estas personas la profesión del comercio; y para evitar el fraude y las funestas decepciones que él produce, se manda abrir un registro en la cabecera de cada departamento para que se inscriban en él todos los documentos que impongan al comerciante alguna responsabilidad, en especie o cantidad, a favor de su mujer, hijos o pupilos. Esta inscripción se extiende a las escrituras de sociedad que los comerciantes celebren y a los poderes que otorguen a sus factores o dependientes, con el fin de facilitar a los contratantes el conocimiento de su respectiva personalidad, y alejar en lo posible el engaño en un punto que ordinariamente decide de la subsistencia de las convenciones.

Las obligaciones que impone la profesión del comercio constituye la materia del segundo Título. En él se fija el número de libros que debe llevar todo comerciante para el buen arreglo de su contabilidad, conocimiento de su verdadera situación y justificación de sus procedimientos profesionales en caso de quiebra; se determina también la fe debida a los libros de comercio en las cuestiones entre comerciantes; y atendidas la gravedad e importancia de la materia, se adoptan varias disposiciones que mejoran considerablemente esta parte de nuestra legislación mercantil. El Proyecto considera la contabilidad como el espejo en que se refleja vivamente la conducta del comerciante, el alma del comercio de buena fe, y el medio más adecuado que puede emplear el legislador para impedir las maquinaciones dolosas en los casos de quiebra, y asegurar el castigo de las que resulten fraudulentas o culpables; y colocado en este punto de vista, dicta preceptos oportunos para garantir la regularidad y pureza de la teneduría y hacer efectivas las responsabilidades que impone al comerciante que no lleva libros, que los lleva sin sujetarse al sistema establecido, o que los sustrae a la severa inspección de la justicia mercantil.

La obligación de llevar libros se limita, respecto del comerciante por menor, a la teneduría de uno solo, y para facilitar el conocimiento de las personas a quienes la ley reputa como tales, el Proyecto define el comercio al menudeo con más sencillez y exactitud que la resolución de 10 de febrero de 1753 y el artículo 63 del reglamento de 1813.

El comercio se ha mostrado siempre justamente celoso de la reserva de sus libros; y respetándose los motivos de conveniencia y equidad que legitiman ese derecho, se han adoptado varias disposiciones que lo concilian con las imperiosas exigencias de la justicia en los casos de litigio. Se prohíbe la manifestación y reconocimiento general de los libros, salvo en los cuatro casos que enumera el Proyecto; pero se permite ordenar, de oficio o a solicitud de parte legítima, la exhibición y compulsa parcial de los asientos relativos a la cuestión que se agite, bajo la salvaguardia de ciertas providencias conducentes a impedir que la revelación del conjunto de las operaciones que constituyen el giro de cada comerciante frustre aquellas cuyo buen éxito depende del secreto con que son manejadas.

El Código de Comercio francés impone al comerciante la obligación de conservar sus libros por el espacio de diez años, el de Buenos Aires por veinte y el holandés y portugués por treinta; y al suplir el silencio de nuestra Ordenanza a este respecto, se ha creído más racional y conveniente no fijar otro límite a esa obligación que el marcado por el interés y la necesidad de una completa liquidación de los negocios a que se refieran los libros. Esa obligación se extiende a los herederos del comerciante, porque frecuentemente tendrá que servirse de las noticias que aquéllos contengan para llevar a cabo la liquidación que su autor haya dejado pendiente.

El Título III se ocupa de los corredores que sirven de agentes intermediarios para la conclusión de los contratos mercantiles.

Nuestra Ordenanza contiene muchos y muy importantes preceptos acerca del ejercicio de la correduría; pero teniendo en vista las nuevas necesidades que ha creado el gran desarrollo de nuestro comercio, y la importancia que en él han adquirido esos agentes auxiliares, en cuanto facilitan y aceleran las transacciones mercantiles, se ha juzgado indispensable dar a esos preceptos todo el desenvolvimiento y amplitud de que eran susceptibles. El Proyecto introduce además algunas reglas que se echan de menos en aquel código, para evitar o reprimir los fáciles abusos a que se presta esa profesión que reposa esencialmente en la confianza y buena fe; enumera las personas que no pueden desempeñar la correduría; detalla las obligaciones y prohibiciones que pesan sobre los que la ejercen en las diversas esferas a que se extiende su mediación; determina la fe que merecen sus registros y minutas; impone al encargado de comprar o vender los documentos de créditos que designa con el nombre de efectos públicos, la responsabilidad de pagar el precio de los comprados o de entregar los vendidos; y no dudo que, mediante estas bien calculadas disposiciones, la correduría producirá los beneficios que el comercio ha esperado siempre de tan provechosa institución.

El Título IV y final trata de los agentes auxiliares conocidos con el nombre de martilleros.

Las casas de martillo no han sido consideradas hasta aquí como instituciones destinadas a favorecer el comercio, sino como una industria que no podía ser planteada sin licencia del Gobierno y el pago previo de una cantidad en arcas fiscales; sin embargo de esto, el supremo decreto de 12 de julio de 1823 reglamentario del senado consulto de 24 de julio de 1820, nos da a conocer en su mayor parte las atribuciones y deberes de los martilleros en su carácter de agentes auxiliares. El Proyecto se ocupa de ellos considerándolos como tales; y para regularizar el ejercicio de su oficio, reproduce las disposiciones del citado decreto, agrega otras de una manifiesta oportunidad; extiende las prohibiciones a casos omitidos en aquél; y, en fin, les impone la obligación de llevar tres libros con sujeción a las reglas establecidas en el párrafo 2, Título II del Libro que nos ocupa.

El Libro II del Proyecto comienza estableciendo ciertos principios comunes a todos los contratos mercantiles, y en seguida se ocupa especialmente de los concernientes al comercio terrestre.

En el Título I del Proyecto se declara que las prescripciones del Código Civil relativamente a los contratos en general, son aplicables a los mercantiles, salvas las modificaciones que él introduce; y después de sancionarse esta importante regla, se consignan en él todas las que reclama imperiosamente el interés bien entendido del comercio. Entre estas modificaciones son dignas de una mención especial las disposiciones relativas a los efectos de la dación de arras, a la fijación de los objetos sobre que debe versar la ejecución de los contratos celebrados en país extranjero para cumplirse en Chile, a la limitación del derecho de pagar en moneda menuda de plata o en moneda de cobre, a la facultad del acreedor para hacer la imputación, cuando el deudor no lo verifica en el acto del pago, a los casos en que se obra o no la novación por el pago en documentos negociables y a la inadmisibilidad de la rescisión por causa de lesión enorme; y, finalmente, las que designan las especialidades de la prueba en materia mercantil.

En este mismo Título se trata de un asunto tan difícil como importante, omitido en la Ordenanza y aun en el Código Civil. Frecuentemente ocurre la necesidad de fijar el momento y el lugar en que las propuestas verbales o escritas asumen el carácter de contratos perfectos, y careciendo de reglas claras y precisas que dirijan el juicio del jurisconsulto e ilustren la conciencia del magistrado, es indispensable invocar las opiniones acomodaticias e inseguras de los autores que han examinado con más o menos profundidad esos puntos. Para obviar dificultades de tanta trascendencia, el Proyecto ha dado soluciones satisfactorias a las cuestiones principales e incidentes que ofrece la materia; y de este modo ha llenado un sensible vacío en nuestra legislación comercial y civil.

El Proyecto reglamenta la compraventa mercantil de acuerdo con los principios excepcionales que establece la jurisprudencia y el derecho comercial de las naciones más cultas. Ni era posible someter este contrato constitutivo del comercio a las prescripciones del Código Civil, porque prescindiendo de que ellas se refieren principalmente a la venta de bienes inmuebles, hay profundas diferencias entre la compraventa civil y la mercantil, que las hacen inaplicables en materia comercial.

El objeto inmediato y directo de la compraventa civil, aunque verse sobre cosas muebles, es el uso o consumo privativo del adquirente; el de la compraventa mercantil es la consecución de una ganancia, mediante la reventa o el alquiler del mero uso de la cosa comprada. La primera es ordinariamente pura; la segunda es condicional, puesto que bajo algún respecto lleva una condición tácita, suspensiva o resolutoria, salvo que el contrato se celebre entre presentes y sobre una cosa también presente que se entrega en el acto; y difiriendo ambas ventas en sus fines y calidades, era de todo punto indispensable que el Proyecto adoptara reglas peculiares a la compraventa mercantil, para facilitar las transacciones, asegurar sus efectos contra los cálculos del fraude, y promover por estos medios la rápida circulación de la mercadería.

Al tratar de la cesión de créditos mercantiles, el Proyecto no se limita a indicar el modo de transferir los documentos de créditos y los efectos públicos, sino que se avanza a suplir el silencio del Código acerca de dos puntos de no pequeña importancia en esta materia, de un uso tan frecuente como necesario a la rapidez de las transacciones. El ordena que la notificación de la cesión de créditos no endosables se haga por un ministro de fe pública; señala un plazo para que el deudor oponga las excepciones latentes; declara que las resultantes del título cedido pueden ser opuestas al cesionario en la misma forma que pueden serlo al cedente; y seguramente que tan oportunas disposiciones cortarán la reaparición de las cuestiones a que ha dado lugar la falta de reglas claras y directas acerca de los puntos enunciados.

En el capítulo "de las comisiones entre mercaderes" nuestra Ordenanza consigna algunas disposiciones referentes al transporte por tierra, y aun en el Código Civil se ocupa de él en el párrafo 10 del título del arrendamiento. Con todo, siendo notoriamente insuficientes las prescripciones que los dichos códigos contienen para el régimen de esta industria, atendido el sorprendente desarrollo que ha tenido en los últimos años, se ha creído conveniente darles todo el desenvolvimiento y ensanche que exigen las nacientes necesidades del comercio.

El Título V del Libro II, que trata del transporte por tierra, lagos, canales y ríos navegables, ha sido redactado bajo la influencia de aquella idea; y para realizarla en toda su extensión, el Proyecto define el transporte; establece reglas comunes a las empresas particulares o públicas de conducción; enumera las cosas que debe expresar la carta de porte; detalla los derechos, obligaciones y responsabilidades del porteador, cargador y consignatario; y, en una palabra, prevé y resuelve los casos que con frecuencia ponen en conflicto los intereses de los contratantes.

Pasadas veinticuatro horas desde la entrega, el Proyecto autoriza al porteador para cobrar el porte convenido y las expensas hechas en la conservación de las mercaderías porteadas; y no obteniendo el pago, le autoriza también para solicitar la venta de ellas en martillo y pagarse preferentemente con su producto en virtud del privilegio que le concede sobre todos los objetos que componen la carga. En este punto el Proyecto se separa del Código Civil, porque desapareciendo por la entrega de la carga la retención que él concede, este derecho no proporciona al porteador una garantía seria y eficaz. Con todo, deseando conciliar en lo posible el interés de los cargadores con los derechos del porteador y evitar que el amago del privilegio sea un obstáculo a la libre y franca circulación de las mercaderías, limita la duración de aquél al corto espacio de tres días cuando las porteadas salen de manos del cargador o consignatario después de transcurrido este plazo, y lo hace cesar de todo punto siempre que el porteador no use de su derecho dentro de un mes contado desde la entrega de la carga.

Aunque el mandato comercial es un género que comprende varias especies, el Proyecto sólo se ocupa en el Título VI del conocido con el nombre de comisión considerado en sus aplicaciones más usuales, y del que desempeñan los factores y dependientes.

La comisión es, sin duda, una de las creaciones más útiles de los tiempos modernos. Ella permite al comerciante realizar las más vastas especulaciones con celeridad y economía, sin separarse de su domicilio mercantil, ni abandonar la dirección personal de sus negociaciones; pone en comunicación a los comerciantes de las diversas naciones del globo, y estrecha sus relaciones de interés con el vínculo de los servicios recíprocos; asegura el acierto en las operaciones más riesgosas, aprovechando el conocimiento que tiene el corresponsal de las costumbres y necesidades de cada localidad; facilita el oportuno empleo del crédito en el extranjero, mediante el envío de mercaderías que lo garantiza; y por decirlo todo de una vez, la comisión subroga ventajosamente y bajo todo respecto las dispendiosas factorías que creaba el comercio para mantener el tráfico con los países lejanos.

Entre nosotros el comercio de comisión ha tomado proporciones verdaderamente colosales, merced a la abolición de las leyes que lo prohibían al extranjero; y esta circunstancia hacía sobremanera urgente suplir la deficiencia de nuestra Ordenanza, dictando las reglas a que debe ajustarse este contrato en cada una de las diversas formas que toma en la práctica del comercio. Felizmente los principios del mandato común se encuentran sabiamente expuestos en el Código Civil; y supuesta la existencia de tan preciosos antecedentes, el verdadero trabajo de la redacción del Proyecto ha consistido en la clasificación de las materias que debían entrar en la composición del Título VI, en la ampliación y modificación de esos principios de acuerdo con las necesidades peculiares del comercio y en la agregación de ciertas reglas relativas a la administración del comisionista en general, al derecho de retención que se le concede para asegurar el pago de su salario, anticipación, interés y costo, y a la fijación de las obligaciones especiales que se imponen a los comisionistas para comprar, vender o realizar en su propio nombre el transporte de mercaderías.

El Proyecto reglamenta el mandato de los factores y dependientes con sujeción a los principios generales; y con el fin de completar esta materia de que no se ocupa nuestra Ordenanza, enumera los casos en que, aun cuando el factor o dependiente contrate en su propio nombre, se entiende que lo ha hecho por cuenta de su comitente, y señala las causas que autorizan la rescisión de sus empeños de servicio y las que los extinguen.

El Proyecto acepta y confirma la clasificación tripartita que el Código Civil hace del contrato de sociedad, agregando la conocida con el nombre de "sociedad accidental" o "de cuentas en participación", y subdividiendo la sociedad en comandita en "simple" y "por acciones". A la exposición de los principios del derecho comercial que gobiernan esas diferentes especies de sociedad, está destinado el Título VII del Libro II del Proyecto.

La sociedad colectiva es el tipo de las otras y la que se aparta menos de los principios del derecho civil; y por esta razón al tratar de ella, la redacción se ha contraído particularmente al establecimiento y desarrollo de las reglas que deben modificar esos principios en todo aquello que afecta más de cerca el interés legítimo del comercio.

En el desenvolvimiento de este plan, el Proyecto prescribe que la constitución y prueba de la existencia, disolución, prórroga y modificación de la sociedad se hagan por escritura pública, debidamente inscrita, fijada y publicada, so pena de nulidad absoluta entre los socios; reglamenta con acierto el uso de la razón social que personifica la sociedad colectiva; extiende a todos los socios la solidaridad de las obligaciones contraídas en nombre social, que la Ordenanza limita a "aquellos bajo cuya firma corriere la compañía"; agrega útiles principios de administración, dirigidos a regularizarla en todas sus relaciones; introduce un sistema expedito de liquidación y fija con precisión la forma del nombramiento y las facultades del liquidador; y, finalmente, introduce también la prescripción quinquenal a favor de los socios que no intervienen en la liquidación, dejando sujeta a las disposiciones del derecho civil la prescripción de las acciones contra los socios liquidadores y las de los socios entre sí.

La ley de 8 de noviembre de 1854 sobre sociedades anónimas ha sido incorporada en el Proyecto con las supresiones que hacía inevitables el hecho mismo de su incorporación, las agregaciones conducentes a la perfección del sistema adoptado en ellas, y ciertas modificaciones de mero orden y redacción. La conveniencia de esta ley tiene a su favor la práctica de algunos años, y se ha creído prudente mantener su letra y espíritu en toda su integridad.

El Código Civil establece los dos principios fundamentales de la comandita simple; pero no bastando ellos para remover las dudas que ocurren en la práctica, se ha juzgado absolutamente necesario reglamentar su aplicación, y añadir algunas disposiciones que complementen el régimen de esa sociedad.

Para cumplir este designio, el Proyecto extiende la solidaridad al comanditario que tolera la inserción de su nombre en la razón social; designa las cosas que no puede llevar a la sociedad por vía de capital; le confiere derecho para exigir a los socios gestores la devolución de las cantidades excedentes de su aporte que hubiere pagado a los acreedores sociales por haberse mezclado en la administración o tolerado la enunciada inserción; describe los actos que puede ejecutar sin perder su carácter y exenciones; y, últimamente, cierra el párrafo relativo a la comandita simple, declarando que en caso de duda la sociedad se reputa colectiva.

Confío en que estas disposiciones impedirán la renovación de las cuestiones a que dan sobrado mérito los principios de la comandita simple, por falta del conveniente desarrollo en sus más frecuentes aplicaciones.

Por lo que hace a la comandita por acciones, tan generalizada en Francia, me bastará anunciaros que el Proyecto ha acogido con las modificaciones necesarias la ley promulgada en aquella nación el 23 de julio de 1856.

Fruto de una larga experiencia y de las meditaciones de muchos años, esa ley nos ofrece sobradas garantías de conveniencia y acierto en sus disposiciones; y no dudo que ella producirá en el país todos los beneficios que promete esa sociedad que, reuniendo a la vez las ventajas de la sociedad colectiva y de la anónima, abre un vasto campo a las aplicaciones del fecundo principio de asociación.

El Título VIII del Libro que revisamos trata "del seguro en general y del terrestre en particular"; y en su primera parte se describe el seguro en abstracto, se definen las palabras de más frecuente uso en la materia, y se exponen, con la distinción que exige su novedad entre nosotros, los principios comunes al seguro terrestre y marítimo, siguiendo la huella de la legislación de las naciones que por mucho tiempo han practicado ese contrato, que proporciona a la propiedad civil y comercial ventajas verdaderamente inapreciables.

La segunda parte de este Título se concreta a los seguros terrestres.

Después de dividirlos en "mutuos" y "a prima", el Proyecto designa los objetos sobre que versan ordinariamente; declara que la dejación de la cosa asegurada y la rescisión por la mera voluntad del asegurado son inadmisibles en el seguro terrestre, salvo en el de transporte; señala el plazo de cinco años para la extinción de las acciones que produce ese contrato; y concluye fijando las reglas peculiares del seguro de vida, contra incendios, de los productos de la agricultura y de transportes por tierra.

La extensión del Título VIII no me permite ofreceros el resumen de las numerosas disposiciones que él contiene; pero bastará a excitar vuestra atención el conocimiento de que muchas de las naciones europeas carecen hasta hoy de leyes sobre esta importante materia, y que ella es completamente nueva en el país.

El contrato de que habla el Título IX, conocido bajo la denominación de "cuenta corriente", rinde al comercio servicios de la mayor importancia, facilitando a las partes un medio cómodo para la realización de sus respectivos créditos y mercaderías, sin los riesgos y costos que ella demanda ordinariamente. Este contrato no ha sido incorporado hasta el día en ninguno de los códigos mercantiles que conocemos; pero teniendo una existencia propia y bien caracterizada en los usos del comercio, se ha considerado oportuno darle lugar en el Proyecto, y compilar los principios que lo gobiernan en la jurisprudencia y en la práctica de los comerciantes entendidos.

Consecuente con este propósito, el Proyecto describe la cuenta corriente con toda la claridad necesaria para distinguirla de la cuenta de gestión; indica las cosas que constituyen su naturaleza jurídica; declara la novación que produce la admisión en cuenta corriente de valores precedentemente debidos; prohíbe imputar los recibidos al pago de un determinado artículo de la cuenta; enuncia los efectos del ajuste final, y el carácter del saldo, permitiendo asegurarlo con hipoteca en el acto de la celebración del contrato; y establece, en fin, otras varias reglas que contribuirán sin duda a generalizar el conocimiento de la cuenta corriente, considerada, no como un término de contabilidad, sino como un verdadero contrato, creado por las necesidades del comercio.

El capítulo 13 de nuestra Ordenanza, que trata de las letras de cambio, ha merecido las recomendaciones de los comerciantes y jurisconsultos por la exactitud de los principios que contiene; pero sus disposiciones, fuera de no darnos las nociones fundamentales del cambio de moneda de una plaza a otra, se limitan especialmente a reglar el curso material de la letra que sirve de instrumento a la ejecución de este contrato, y adolecen a más de cierta oscuridad, consecuencia natural del descuido de su redacción y de la falta de método en la distribución y exposición de la materia.

Todo esto hacía necesaria y urgente la mejora de esta interesante rama de nuestra legislación mercantil; y esta necesidad ha sido satisfecha, refundiendo y clasificando los estimables materiales que nos ofrece la Ordenanza, y complementándolos con las adquisiciones que han enriquecido la ciencia después de la promulgación de ese código.

Para desempeñar debidamente esta tarea, el Proyecto define el cambio, concretándolo al transporte de moneda de una plaza a otra; explica las palabras de uso universal en el comercio y en la legislación peculiar de este contrato; y a continuación reglamenta con la prolijidad y detención convenientes todo cuanto se refiere a la forma y requisitos de la letra, al modo y efectos de su transmisión, a las obligaciones del librador, tomador, aceptante y demás personas que intervienen accidentalmente en su negociación, al pago, protestos, recambio, resaca y prescripción de las acciones procedentes del cambio. La oportunidad de las clasificaciones y el buen orden y claridad de la exposición, me permiten esperar que en poco tiempo se generalizará el conocimiento de las reglas que gobiernan el cambio en todo el mundo comercial.

No cerraré la revista del Título X sin llamar vuestra atención a un punto sobre el cual el comercio de todos los países se ha manifestado en constante pugna con la legislación mercantil escrita. Tal es el uso del endoso en blanco.

A pesar de la prohibición que contiene nuestra Ordenanza y el auto acordado de 31 de enero de 1848, el comercio ha persistido en el uso de los endosos en blanco; y considerando que esta persistencia es la expresión, no del capricho, sino de una verdadera necesidad, se ha creído más prudente dar existencia legal a estos endosos, que reagravar las providencias con que algunos códigos han querido proscribirlos. Sin embargo, para suplir la falta de las enunciaciones que caracterizan el acto y determinan sus efectos, el Proyecto declara que el endoso en blanco transfiere la propiedad de la letra, e importa la prueba de la recepción de su valor; y de este modo deja al endosante en libertad de optar entre el empleo de este peligroso medio de transmisión y la eventualidad de un abuso de confianza.

Los Títulos XI y XII se ocupan "de las libranzas y pagarés a la orden y de las cartas órdenes de crédito"; documentos que, considerados en el derecho mercantil como auxiliares de las letras de cambio, forman con ellas "el complemento del variado e ingenioso sistema de los efectos negociables".

Estos títulos contienen las disposiciones necesarias para diseñar el carácter y efectos de los contratos que justifican aquellos documentos de crédito; y entre ellas hay una que debe llamar vuestra atención por la importancia que tiene en el deslinde de la competencia civil y mercantil.

Tal es la que somete al imperio del Código Civil las libranzas y pagarés a la orden que no procedan de operaciones comerciales.

En situación análoga a la de los insinuados títulos se encuentran los cuatro con que termina el Libro II del Proyecto. Con todo, merece una recomendación particular la disposición que, con el fin de prevenir los fraudes tan frecuentes en la aproximación de la quiebra, exige la concurrencia de ciertos requisitos para que el acreedor prendario pueda hacer valer contra los demás el privilegio que le otorga la ley.

El Libro III del Proyecto está consagrado a la exposición de las materias concernientes al comercio marítimo.

Aunque esta parte de la legislación mercantil tenga entre nosotros una importancia especial, por cuanto las peculiaridades de la situación geográfica de Chile nos llama a promover y estimular el comercio por mar, no nos es dado emprender el examen analítico de las disposiciones que contiene este Libro, porque la naturaleza de esta comunicación y los límites trazados al principio, me impiden desempeñar ese trabajo. Sin embargo, consecuente con el plan que me he propuesto, haré una ligera reseña de aquellas que por su novedad, o por algún otro motivo especial, puedan merecer vuestra consideración.

El Título I de aquel Libro habla "de las naves y de los propietarios y copropietarios de ellas".

En el párrafo 1 de este Título se explica el alcance legal de las palabras "nave" y "aparejos"; y para evitar el error a que pudieran inducir ciertas enunciaciones de la Ordenanza y del Código Civil acerca de la naturaleza jurídica de las naves, el Proyecto las declara muebles, sin perjuicio de las modificaciones que introduce en la condición legal de las mismas.

En consecuencia, el Proyecto afecta la nave al pago de las deudas comunes y privilegiadas del propietario; confiere a los acreedores el derecho de perseguirla en poder de terceros, mientras dura su responsabilidad; introduce una forma especial para la venta judicial, teniendo en vista la influencia que puede ejercer ese valioso mueble en el crédito del dueño; exige escritura pública para acreditar la venta privada contra terceros; detalla los créditos privilegiados y determina la naturaleza de la prueba con que deben ser justificados; y, finalmente, fija el tiempo que debe transcurrir para adquirir por prescripción el dominio de la nave.

El párrafo 2 regla los derechos, obligaciones y responsabilidades de los propietarios y copropietarios de la nave. Ellos pueden administrarla, teniendo aptitud para comerciar; pero careciendo de ella, están obligados a nombrar una persona que la administre por cuenta de la comunidad con las facultades propias del naviero. Supuesta la existencia de la administración colectiva de los condueños, el Proyecto prevé los frecuentes conflictos que ocurren entre ellos sobre armamento, equipo, aprovisionamiento, fletamento, reparación, venta voluntaria, nombramiento de capitán y otros objetos; y a nuestro juicio, él adopta las providencias más conducentes para prevenirlos, o resolverlos en el sentido más equitativo y conforme al derecho y conveniencia de todos los copartícipes.

El Título II trata "de las personas que intervienen en el comercio marítimo".

El párrafo 1 de este Título nos da a conocer el carácter legal del naviero o armador, sus atribuciones, obligaciones y responsabilidades provenientes de los contratos del capitán, y de los hechos ilícitos del mismo y de los hombres de mar, bien constituyan un delito o cuasidelito, bien importen una mera culpa. En el interés de nuestra navegación, y con el fin de estimular los armamentos comerciales, el Proyecto faculta al naviero para libertarse de las responsabilidades expresadas abandonando la nave y los fletes percibidos o por percibir en razón del viaje de que ellos provengan, y para caracterizar convenientemente el abandono, determina sus límites, los efectos que produce, la solemnidad con que debe hacerse y el modo como deben proceder a acordarlo los copropietarios de la nave, cuando desempeñan las funciones del naviero.

El párrafo 2 se ocupa con la debida detención del capitán, persona que desempeña el principal papel en la realización del contrato constitutivo del comercio marítimo. El Proyecto confiere al capitán el triple carácter de delegado de la autoridad pública para la conservación del orden en la nave, de factor de naviero en lo relativo al interés de la misma y de representante de los cargadores en todo lo concerniente a la carga y al resultado de la expedición, y designa las condiciones de edad y suficiencia que debe reunir el que pretenda desempeñar el cargo de tal en una nave de comercio. Considerándolo en seguida en las diversas situaciones en que lo coloca la naturaleza de su oficio, el Proyecto describe sus atribuciones: especifica con la prolijidad y distinción necesarias las obligaciones que pesan sobre él en cada una de esas situaciones; detalla los actos que le están prohibidos, y, últimamente, le declara civilmente responsable aun de la culpa leve que cometa en el ejercicio de su oficio y de los hurtos de la tripulación, fijando al mismo tiempo la época en que principia y concluye esta responsabilidad respecto del naviero y cargadores.

En cuanto a las disposiciones consignadas en los párrafos 3, 4 y 5 con que termina el Título II, basta anunciaros que todas ellas se encaminan a determinar las funciones, obligaciones y responsabilidades del piloto, contramaestre y sobrecargos.

A pesar de que el capítulo 24 de nuestra Ordenanza trata de las mismas personas que el Proyecto denomina "hombres de mar", el Título III del Libro III, que se ocupa de los contratos de estas personas, debe ser considerado como una obra verdaderamente nueva por su fondo y su forma. Faltaban en nuestra legislación mercantil disposiciones que reglaran los ajustes de la tripulación, tomando en cuenta que los individuos que la componen son los que exclusivamente soportan los rudos trabajos y las penalidades de la navegación; y, felizmente, el Proyecto ha suplido satisfactoriamente esta falta, reglamentando los ajustes del modo que se ha creído más conforme a la equidad y a la naturaleza de estos contratos.

El Título que nos ocupa principia definiendo las palabras "hombre de mar", "gente de mar"; explica la naturaleza jurídica de los ajustes hechos por una cantidad alzada al mes o por viaje, al flete o a la parte en los beneficios de la expedición; enumera los derechos y obligaciones del hombre de mar; prefija la responsabilidad definitiva de los gastos de asistencia y curación en las enfermedades causadas por servicios ordinarios o extraordinarios en favor de la nave; señala las indemnizaciones que se le deben en ciertos casos; y, en una palabra, designa las causas que autorizan la rescisión y producen la extinción de sus empeños, y lleva su previsión a todo aquello en que era equitativo mejorar su condición, sin faltar a los principios de justicia.

Los cuatro títulos siguientes versan sobre materias que nuestra Ordenanza ha tratado con madurez y acierto. Esta consideración me induce a limitar esta revista a indicaros: que en el Título IV, que trata "de los fletamentos", el Proyecto ha agregado un párrafo que contiene las reglas concernientes al transporte marítimo de pasajeros; que en el V se ha definido y dividido la avería "en gruesa o común" y "simple o particular", suprimiéndose como inexacta la llamada "ordinaria"; que en el VI, "del préstamo a la gruesa o a riesgo marítimo", se ha otorgado privilegio al dador sobre los objetos directamente afectos al préstamo en lugar de la hipoteca que sobre los mismos debía constituir el tomador según la legislación vigente; y que en el VII, "del seguro marítimo", se ha reglamentado ampliamente y bajo todos respectos el ejercicio del derecho de dejación concedido al asegurado, supliendo así la deficiencia de nuestra Ordenanza, que apenas consagra cinco artículos a la explicación de esta grave materia.

El Título final del Libro III trata "de la prescripción de las obligaciones peculiares del comercio marítimo y de la excepción de inadmisibilidad de algunas acciones especiales".

En el primer párrafo de este Título se establecen los términos de la prescripción relativa a las acciones expresadas en él, y a las que no los tienen señalados en el Libro III; y al fijarlos, se ha tenido en vista la necesidad de no mantener indefinidamente al comerciante bajo la impresión de una amenaza que debilite la asidua atención que debe a sus negocios, y evitarle la molestia y dificultad de conservar por mucho tiempo para su defensa documentos que fácilmente desaparecen en el rápido movimiento de las operaciones mercantiles.

El Proyecto señala en el segundo párrafo ciertos hechos que, aun en la hipótesis de que la acción no se encuentre prescrita, la hacen de todo punto inadmisible; y esta inadmisibilidad se funda en la presunción de la inexistencia del suceso legal que produce la acción, o de una renuncia voluntaria que arroja la ejecución de ciertos actos cuando no ha habido previa protesta.

Esta misma presunción, robustecida por las consideraciones anteriormente expuestas, justifica la caducidad de la acción, cuando habiendo protesta, no ha sido hecha y notificada dentro de setenta y dos horas, o si hecha y notificada en tiempo, no se ha entablado demanda dentro de dos meses contados desde la fecha de la protesta.

El Libro IV y último del Proyecto trata "de las quiebras". Esta materia, la más difícil, grave e importante de cuantas abraza la legislación mercantil, ha sido por desgracia la más descuidada entre nosotros. Las disposiciones que actualmente nos rigen en materia de quiebras se hallan consignadas en la ley, civil y comercial a la vez, de 8 de febrero de 1837, en el capítulo 17 de la Ordenanza de Bilbao, en el Título 32, Libro 11 de la Novísima Recopilación, y en algunas leyes dispersas que contienen nuestros antiguos códigos; pero el conocimiento más superficial de todas esas disposiciones basta para convencerse profundamente de su absoluta insuficiencia para proteger eficazmente a los acreedores y al comercio en general contra los daños materiales y las graves perturbaciones que producen las quiebras, satisfacer a la sociedad entera, y asegurar al deudor, en los casos de desgracia, todos los miramientos conciliables con los diversos intereses que aquéllas comprometen.

Tal estado de cosas reclamaba urgentemente el completo abandono de esa legislación compuesta de elementos heterogéneos, y la introducción de otra nueva, capaz de dar sólidas garantías al comerciante de buena fe, prevenir el fraude, y asegurar la persecución y castigo de los que, abusando de la confianza del comercio, buscan la riqueza en el despojo de los que se la han dispensado imprudentemente.

Por fortuna, el Proyecto ha acogido, con las modificaciones necesarias, la ley francesa de 8 de junio de 1838, que reformó el Libro III del Código de Comercio, aprovechando las luces que habían acumulado la experiencia de treinta años, las discusiones del foro y las meditaciones de los jurisconsultos más eminentes; y tan recomendables antecedentes me dan mérito para esperar que la fiel aplicación de las disposiciones que aquél contiene disminuirá el número de las quiebras, dificultando el buen éxito de las maquinaciones dolosas que, a la aproximación del momento fatal, sugiere la perspectiva de la miseria, o el punible deseo de enriquecerse con la fortuna ajena.

En el párrafo 1 del Título I se define la quiebra con la mayor propiedad y exactitud, no por la descomposición de los elementos de este hecho complejo, sino mediante la estimación jurídica del hecho material de la cesación de pagos, signo característico de la pérdida absoluta del crédito que causa necesariamente la muerte comercial del negociante; y de este modo se precave el peligro de extraviar la conciencia del juez de comercio, sometiendo a su apreciación meros síntomas o circunstancias sobre cuyo alcance e importancia pudiera equivocarse fácilmente.

La sola definición de la quiebra muestra que el Proyecto rechaza ese estado medio entre la solvencia y la insolvencia que algunos han tratado de introducir en la ley de quiebras bajo el nombre de "suspensión de pagos". Para resolver el problema de la solvencia o insolvencia de un comerciante, sería indispensable aplicar todos los procedimientos de la quiebra, hasta consumar la venta de todos los objetos que compongan su activo; y para cortar esta penosa investigación, que produciría al fin los mismos resultados que la quiebra, el Proyecto declara que la suspensión de pagos no constituye el estado de quiebra, cuando los acreedores unánimemente otorgan esperas al deudor común.

La quiebra es la personificación del conjunto jurídico de los bienes y deudas del comerciante fallido; y comprende por consiguiente todo cuanto compone su activo y todos sus créditos pasivos, sea que éstos provengan de un acto de comercio, sea que nazcan de una causa puramente civil.

En el párrafo 2 se clasifica la quiebra en fortuita, culpable y fraudulenta. La primera se caracteriza fácilmente por la naturaleza del suceso que la produce; mas no así la segunda y tercera, por la dificultad de señalar con fijeza la línea, comúnmente imperceptible, que separa la culpa del fraude. Para salvar esta dificultad, el Proyecto determina los hechos que atribuyen de derecho a la quiebra el carácter de culpable o fraudulenta, y los que arrojan simplemente una presunción de culpabilidad o fraudulencia, que puede ser disipada por una prueba regular. En ese mismo párrafo se designan los hechos constitutivos de la complicidad en la quiebra fraudulenta; y para que el reo principal y sus cómplices no queden impunes, se confiere a los acreedores y al ministerio público el derecho de perseguirlos criminalmente, y se manda formar en los juzgados de comercio un expediente para la calificación de la quiebra, el cual debe terminar ante los mismos o ante los juzgados del crimen según los méritos que arroje.

El Título II trata "de la declaración de quiebra y sus efectos, de los que produce la cesación de pagos y de los recursos contra el auto denegatorio o declaratorio".

La quiebra puede ser denunciada por los acreedores y el mismo deudor. Respecto de aquéllos la manifestación del mal estado del deudor es un derecho; pero respecto de éste, es no sólo un deber de honor y conciencia, sino una obligación rigurosa cuya inobservancia, a más de privarle de las diversas ventajas con que la ley recompensa la espontaneidad de la denuncia, establece contra él la presunción de quiebra culpable. La manifestación en todo caso debe hacerse exhibiendo con ella los documentos que exige el Proyecto; y naciendo del deudor, debe verificarse dentro de tres días desde la cesación de pagos, contando en ellos el día en que ésta haya tenido lugar.

El juzgado de comercio pronuncia el auto declaratorio de la quiebra, si hubiere mérito bastante, en la audiencia siguiente al día en que se hubiere hecho la manifestación; fija en él provisionalmente la época de la cesación de pagos o se reserva hacer ulteriormente la fijación; nombra síndicos provisionales; ordena el arresto del deudor, y manda proceder a la ocupación judicial de los bienes, libros, correspondencia y documentos de su pertenencia; y dicta todas las demás providencias que enumera el Proyecto, dirigidas a dar la publicidad necesaria a la declaratoria y a evitar de una vez la ocultación de bienes y los pagos indebidos.

El Proyecto introduce graves modificaciones en la condición jurídica del deudor y de los mismos acreedores, encaminadas todas a conservar intacto el verdadero activo de la quiebra, a dar unidad a los procedimientos de ella, y a mantener la más completa igualdad entre todos los interesados en la masa. Para realizar a la vez tan laudables designios, desapodera de derecho al deudor de la administración de sus bienes y la traspasa a los síndicos desde el momento en que se pronuncia la declaración de quiebra; prohíbe a los acreedores comunes iniciar ejecución alguna o continuar las que tuvieren pendientes; manda acumular todas las causas comerciales o civiles al juicio universal de concurso; declara vencidas y exigibles las deudas respecto del fallido, sólo para los objetos que designa la ley; y lo que es todavía más importante, atribuye a la declaración de quiebra el efecto de fijar irrevocablemente los derechos de los acreedores en el estado que tenían el día anterior a su pronunciamiento. Sin embargo, ella no priva al deudor del ejercicio de los derechos civiles, salvo en los casos expresamente determinados por la ley.

La ley francesa, que ha cogido el Proyecto como la más completa y previsora de cuantas conocemos, castiga al fallido culpable o fraudulento, porque no era justo concederle la impunidad de un delito que tantas calamidades y desgracias acarrea al comercio y a toda la sociedad; pero fija más especialmente su atención en prevenir las desastrosas maquinaciones del fraude a que da ocasión la aproximación de la quiebra, para conservar por este medio en toda su integridad el activo de la masa; y apropiándose el espíritu de las sabias disposiciones que aquélla contiene, el Proyecto señala como el principal efecto de la cesación de pagos la nulidad de los actos translaticios de propiedad a título gratuito, de los pagos anticipados, de los de deudas vencidas que no hayan sido hechos en dinero o efectos de comercio, y de las hipotecas, prendas y anticresis otorgadas después de la época a que el juzgado de comercio refiere la cesación o dentro de los diez días que la preceden.

El Proyecto establece también la rescisión de los pagos en dinero o valores de créditos de deudas vencidas y de los contratos a título oneroso, verificados en el tiempo medio entre la cesación de pagos y la declaración de quiebra, a condición de que los que la soliciten justifiquen que los acreedores, o los terceros que hubieren contratado con el fallido, han procedido con conocimiento de aquel suceso; y para completar el sistema precautorio que introduce en protección de la masa común y evitar equivocaciones acerca del alcance y efectos de esa nueva rescisión, se reserva formalmente a los acreedores el ejercicio de la acción revocatoria de acuerdo con las prescripciones del Código Civil.

El pago de las letras de cambio y billetes a la orden está justamente exceptuado de las disposiciones precedentes, salvo que la devolución de la cantidad pagada sea exigida de la persona por cuya cuenta se hubiere verificado el pago, probándose que, al tiempo de hacerlo, ella tenía conocimiento de la cesación. La justicia de la excepción se manifiesta claramente si se toma en cuenta por una parte la necesidad de garantir el curso libre y expedito de esos papeles de crédito que rinden al comercio tan importantes servicios, y por otra parte que el tenedor no puede desechar el pago que se le ofrece, sin perder su recurso contra los codeudores del fallido, puesto que en este caso no puede conservarlo por medio del protesto.

La nulidad y la rescisión no pueden afectar la inscripción de las hipotecas válidamente constituidas, ni la compensación de deudas vencidas antes de la declaración de quiebra. Aquélla puede hacerse hasta el día de la declaración y ésta quedará irrevocablemente consumada, toda vez que ambas deudas reúnan los requisitos que exige el Código Civil.

El Proyecto concede al fallido, a los acreedores y terceros interesados el derecho de solicitar la reposición del auto declaratorio de quiebra; fija el plazo en que debe ejercitarse este derecho y el en que debe terminar el artículo; y para el caso de que ese auto sea revocado, confiere acción al fallido para demandar indemnización de daños y perjuicios al acreedor que hubiere solicitado la declaración de quiebra.

Tales son las principales disposiciones consignadas en el Título II del Proyecto; y ciertamente que ellas darán a los acreedores una protección más eficaz y fructuosa que la que podían esperar de las leyes que inútilmente han fulminado la última pena contra los fallidos fraudulentos.

El Título III explica todas las diligencias consiguientes a la declaración de quiebra. En él se impone al ministerio público y a los síndicos la obligación de requerir el arresto del fallido; se autoriza al juzgado de comercio para que exonere de la prisión al deudor que hubiere manifestado espontáneamente su quiebra, o para otorgarle un salvoconducto provisional si estuviera encarcelado, siempre que del examen del balance, libros y papeles no resultare mérito bastante para calificar la quiebra de culpable; se ordena la aposición de sellos en el domicilio y establecimientos del fallido, y se faculta al mismo juzgado para eximir de esta diligencia todos los objetos que enumera, y decretar la venta de los expuestos a un próximo deterioro y finalmente se dispone la formación por duplicado de un prolijo inventario y el depósito de uno de los ejemplares en la secretaría del juzgado de comercio para la debida instrucción de los acreedores, y se permite a los empleados del ministerio público que asistan a la confección del inventario.

En el Título IV se trata del nombramiento de síndicos definitivos que debe hacer el juzgado de comercio, oyendo previamente la opinión de los acreedores en la primera junta general que tenga; se designan en él las personas inhábiles para desempeñar la sindicatura; se especifican con claridad las atribuciones y obligaciones de los síndicos; y se dictan todas las providencias necesarias para acelerar y regularizar los procedimientos de esos mandatarios, impedir los fraudes que pudieran cometerse en la administración, y conseguir que ella sea más provechosa a los acreedores que fructífera para los administradores.

El Título V se contrae a reglamentar el examen y reconocimiento de los créditos contra la quiebra. Esta diligencia debe hacerse en junta general de acreedores, convocada al efecto y presidida por el juez de comercio. El fallido y los acreedores inscritos en el balance presentado por aquél, o en el formado por los síndicos, pueden impugnar los créditos sujetos a la verificación. El crédito no impugnado y jurado queda irrevocablemente reconocido, salvo dolo o reserva de parte legítima, por el auto que declare concluido el procedimiento de verificación; pero el crédito objetado es sometido al fallo que el juzgado de comercio debe pronunciar en la misma audiencia, si para darlo no necesitare el auxilio de la prueba. Este sencillo sistema de verificación permite aprovechar los conocimientos de todos los acreedores acerca del origen y demás circunstancias de sus respectivos créditos; proporciona a este importantísimo acto las garantías de la publicidad; y evita los graves inconvenientes y peligros que lleva consigo el reconocimiento fundado exclusivamente en el silencio de los síndicos, acreedores y fallido.

El Título VI habla del convenio entre el fallido y sus acreedores, reglamentando todo lo relativo a su formación, efectos, anulación y rescisión. Teniendo presente que el convenio es la manera de terminar los concursos más conforme con los hábitos y tendencias del comercio, el Proyecto ha cuidado especialmente de adoptar todas las providencias indispensables para que él sea la expresión genuina de la libre e ilustrada voluntad de los acreedores que lo forman, y no el resultado de la colusión interesada, o de la culpable condescendencia con los acreedores más influyentes o con el mismo fallido; y no dudo que el bien calculado sistema del Proyecto producirá el efecto indicado, y contribuirá a destruir las prevenciones difundidas en la clase civil de nuestra sociedad contra la justicia y utilidad de esta institución, identificada con el interés y la costumbre universal del comercio.

Los concursos se eternizan muchas veces porque la insuficiencia del activo no permite cubrir los costos que demandan los procedimientos de la quiebra. La paralización de éstos por un tiempo indefinido coloca a los acreedores en una situación tan anómala como penosa, y permite al fallido emprender nuevos negocios al abrigo de las exenciones inherentes al estado de quiebra; y con el fin de aplicar un eficaz remedio a los males que produce tal situación, el Proyecto ha sancionado las disposiciones consignadas en el Título VII. Según ellas, el juzgado de comercio puede decretar de oficio, o a instancias de los síndicos o de alguno de los acreedores, el sobreseimiento de los procedimientos del concurso; y aunque esta resolución deje subsistente el estado de quiebra, restituye a los acreedores el derecho de perseguir individualmente la persona y bienes del fallido. No obstante esta restitución, se prohíbe despachar mandamiento de ejecución personal fuera de los casos de quiebra fraudulenta.

En el Título VIII se establecen las reglas a que deben ajustarse la realización y liquidación del activo y pasivo de la quiebra, cuando no existe convenio que ponga término a los procedimientos de la quiebra. En este Título el Proyecto autoriza a los síndicos para vender los muebles, raíces y créditos de la masa, en la forma que determina; para transigir todas las diferencias relativas a los derechos litigiosos de la quiebra, sujetándose a lo prevenido por la ley; para exigir la devolución de las prendas, cubriendo la deuda en capital, intereses y costas; para pagar, en cualquier estado de la quiebra, a los acreedores privilegiados o hipotecarios, observando las formalidades que expresa; y después de acordar algunas otras disposiciones referentes a la administración y al conocimiento que debe darse cada tres meses a los acreedores acerca del estado de la realización y liquidación, concluye ordenando a los síndicos la presentación de su cuenta final a la junta que debe convocarse al efecto, y la cesación en el ejercicio de sus funciones.

La reivindicación comercial, rescisión y retención en los casos de quiebra, son la materia del Título IX. El Proyecto ha compilado en este Título los principios aceptados por los códigos europeos y la jurisprudencia y costumbre mercantil; y es justo esperar que generalizados entre nosotros, se facilitará la resolución de las innumerables cuestiones a que alternativamente han dado ocasión el silencio y la incertidumbre de nuestra legislación vigente.

El Título X contiene las disposiciones concernientes a la graduación de los acreedores; y entre ellas, sólo merecen una especial recomendación la que autoriza al acreedor por obligaciones suscritas, endosadas o garantidas solidariamente por personas fallidas, para presentarse en todas las quiebras por el valor nominal de sus títulos y participar de los dividendos respectivos, y la que niega a las masas el derecho para demandarse entre sí el reembolso de los dividendos que cada una hubiere dado, salvo que éstos excedan la cantidad a que monte el crédito por principal, intereses y costas.

La quiebra judicialmente declarada somete al fallido a ciertas interdicciones que no pueden cesar sino mediante la rehabilitación de que se ocupa el Título XI del Proyecto. En él se designan las personas a quienes la ley niega este beneficio; se indican los objetos sobre que debe versar la prueba que exige para otorgarlo, el tribunal ante quien debe deducirse la solicitud y las personas que pueden hacer oposición a ella; y, finalmente, se manda publicar en extracto esa solicitud o íntegramente la sentencia que otorgue la rehabilitación, para dar la debida importancia al acto que repone al fallido en su posición perdida.

El Título final señala la época en que debe principiar a regir el Código.

Al presentaros, de acuerdo con el Consejo de Estado, el adjunto Proyecto, estoy muy lejos de suponer que él sea una obra perfecta en todo sentido, porque sé que nada sale de las manos del hombre que merezca semejante epíteto; pero me asiste la más íntima confianza de que él mejora considerablemente la condición de nuestras instituciones comerciales y las coloca en la vía del progreso. La experiencia y el aumento gradual de nuestras luces nos descubrirán los errores que él contenga y los vacíos que deje; y conociéndolos, será fácil corregir los unos y llenar los otros sin correr los peligros que traen consigo las transiciones irreflexivas y violentas de una legislación a otra.

Santiago, octubre 5 de 1865.– José Joaquín Pérez.– Federico Errázuriz.
El Presidente de la República
Santiago, noviembre 23 de 1865.
Por cuanto el Congreso Nacional ha aprobado el siguiente

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